En aquel mayo del 1810, la movida estaba a full en la City Porteña, con toda la onda europea y los cambios sociales y políticos revolucionando el ambiente. La movida que desembocó en el primer gobierno patrio no solo trajo nuevas ideas y filosofías, sino que también revolucionó la moda, los accesorios y hasta la higiene personal. Las minas se mandaron un papelón importante en los eventos revolucionarios, aunque en los cuentos de la historia oficial quedaron más invisibles que el Hombre Invisible en una habitación oscura.
Los chabones de la high society andaban con calzones ajustaditos hasta la rodilla, medias de seda, zapatos de cuero importado de Europa con hebilla de bronce y chalecos entallados. Encima del chaleco, se mandaban una casaca, una chaqueta larga que podía ser azul o negra, bien decorada con botones fashion. Cuando hacía frío, le sumaban una capa larga para tiritar menos. El frac, una chaqueta corta por delante y larga por detrás, era el must para los jóvenes que tiraban facha, influenciados por la moda pos revolución francesa. Los sombreros no podían faltar: los top de la alta sociedad llevaban galeras o sombreros tricornios, mientras que los funcionarios del Cabildo se mandaban pelucas blancas al estilo francés, para demostrar su autoridad y tradición.
Los accesorios eran la clave del estatus para los chabones en onda. Los más top completaban su look con jabots, una especie de pañuelo atado al cuello que era como el antepasado de la corbata moderna, y relojes de bolsillo con cadena. Los bastones, muchas veces con el mango de marfil, eran el símbolo de la distinción, mientras que los paraguas, aunque no eran aún muy vistos, ya estaban dando que hablar entre los más forrados, según los registros de la aduana que marcaban su llegada al país.
Las minas con guita se mandaban vestidos estilo imperio, con telas livianas como muselina, gasa o algodón fino, traidas de la India o Europa. Los colores de moda eran claritos: blanco, marfil, tonos pasteles y de vez en cuando un ocre por ahí para darle onda post revolucionaria francesa. Las faldas eran rectas y sueltas, llegando hasta los tobillos para esquivar la mugre de las calles de tierra y barro de Buenos Aires, que en ese entonces no tenía ni veredas. Los escotes eran generosos, a veces cuadrados, con frunces que realzaban el busto, a veces con un "push-up" de la época para hacerlos resaltar. Las mangas podían ser cortas y infladas o largas y ajustadas, todo dependiendo de la ocasión.
Las minas de alta cuna completaban su look con accesorios que gritaban "soy rica". Las mantillas españolas eran un must para ir a misa, cayendo con gracia sobre los hombros y hechas de encaje calado. Las peinetas chiquititas, labradas en carey al estilo español, se usaban para sujetar el pelo, que se peinaba a lo romano, con rodetes altos y rulos a los costados, a veces adornados con perlas o camafeos. Los abanicos, hechos con varillas de madera o marfil y telas pintadas, eran un accesorio clave, tanto funcional como decorativo. Las joyas, como collares de perlas, aros y pulseras, le daban el toque final al look de las damas pudientes. Así que olvidate de las imágenes anacrónicas del 25 de mayo de 1810 con minas con peinetones gigantes, mantillas y miriñaques. Para ver cómo se vestían de verdad, solo tenés que chusmear el cuadro del pintor chileno Pedro Subercaseaux llamado "El ensayo del Himno Nacional en la sala de la casa de María Sánchez de Thompson".
La movida del estilo imperio, que la rompía en la moda femenina del 1810, fue un cambio total en comparación a las modas del siglo XVIII. Antes de la Revolución Francesa, las minas de la nobleza europea se mandaban unos vestidos gigantes con miriñaques, esos aros que les ensanchaban las caderas, y corsés que les estrujaban la cintura de lo lindo. Pero la Revolución trajo un rechazo total al lujo extremo asociado con la monarquía, y el estilo imperio se plantó como una opción más simple y funcional.
En el Río de la Plata, el miriñaque ya estaba out para el 1810. Ese armazón, que había sido el hit en Europa durante el siglo XVIII, era un bajón y poco práctico para las calles porteñas, donde la tierra y la falta de infraestructura urbana hacían que las faldas anchas fueran un desastre. El estilo imperio, con faldas más cortas y livianas, era mucho más copado para el momento. Además, la desaparición del miriñaque no solo marcaba un cambio en la moda, sino que también era un statement político, alineado con los ideales de libertad e igualdad que traía la Revolución Francesa.
Se cayó un mito con las minas lavanderas en Buenos Aires de 1810, que la tenían re complicada, en especial las de alta alcurnia que tenían que lidiar con telas finitas como la muselina que requerían cuidados especiales. Con la falta de agua corriente y jabones power, el lavado era un quilombo, muchas veces haciendo malabares en ríos o arroyos. Las prendas más delicadas, como los vestidos de muselina, se lavaban con jabón suave y agua fría para no arruinarlas, aunque esa tela era tan fina que a veces se les veía todo, obligándolas a usar solo una enagua abajo y exponiéndolas al riesgo de enfermedades respiratorias como la bronquitis, conocida como “el mal de la muselina”.
Las lavanderas eran unas grosas en la sociedad porteña del 1810, sobre todo para las familias bien que se podían permitir contratarlas. Esas minas, muchas de ellas esclavizadas o de origen afrodescendiente, la remaban en condiciones duras, lavando la ropa al borde de ríos como el Riachuelo o arroyos cercanos. El laburo era físicamente exigente: de rodillas sobre piedras o tablas inclinadas, fajaban ropa contra superficies duras para sacarle la mugre.
Un dato que pocos conocen es que las minas jugaron un rolón en los eventos que detonaron la Revolución de Mayo en Buenos Aires, aunque la historia machirula las dejó siempre en el rincón doméstico. Las minas de la alta, como Mariquita Sánchez de Thompson, abrían sus casas para tertulias y reuniones secretas donde se charlaban ideas independentistas. Esas juntadas, disfrazadas de eventos sociales, fueron clave para difundir las ideas revolucionarias.
Hasta las minas del pueblo metieron fichas en la Revolución de Mayo, aunque no se las documentó tanto. Las vendedoras ambulantes, muchas de ellas afrodescendientes, esparcían rumores y noticias en los mercados y calles, colaborando con la movida social. Sin embargo, las minas esclavizadas, que trabajaban lavando ropa, cocinando o cuidando chicos, tenían que bancarse una doble opresión: por género y por raza. A pesar de su aporte, la historia oficial las ignoró sistemáticamente, dándole más protagonismo a los chabones.